sábado, 22 de enero de 2011

Desigualdad social en Brasil

El techo de la desigualdad se alcanzó en la segunda mitad de los años 80, como efecto de la política de concentración de la renta implementada por la dictadura militar -el herético ‘milagro brasileño’, que llevó al general Médici a admitir: “La economía va bien, pero el pueblo va mal”.

Desde el 2001 se ha dado una progresiva reducción en el foso de la desigualdad. La renta de los más pobres ha crecido casi un 4.5% al año. En el gobierno de Lula ello se acentuó debido a las políticas sociales, en especial a la Bolsa Familiar, que hoy distribuye beneficios a más de 30 millones de personas pobres y, según el Ipea, hay aún un número mayor de familias insertas en el mercado de trabajo. Una investigación del Ipea revela que, en el 2001, una familia de cuatro personas disponía de una entrada promedio mensual (en valores de hoy) de US$ 96, mientras que en el 2004 pasó a US$ 110, o sea un aumento del 14%.

Como factores indirectos de esa mejora del panorama social tenemos: la Constitución de 1988, que amplió los derechos del trabajador; el perfeccionamiento de nuestra democracia, que hizo posible un mayor control de las instituciones y especialmente la fiscalización del poder público (aunque esto todavía se encuentre lejos de lo razonable); y el mayor profesionalismo de los funcionarios del gobierno. Uno de los desafíos de la reforma política, que tanto anhela la nación, es la drástica disminución de los cargos de confianza, de modo que se vete el uso de la maquinaria pública como moneda electoral y compensación de alianzas partidarias.

La cuestión social, tan precaria en los gobiernos anteriores a Lula y casi siempre restringida a la dedicación de la primera dama, se volvió central a partir del 2003. Sumada a la expansión de la educación fundamental, iniciada en el gobierno de Cardoso, influye en el cambio del perfil de la desigualdad en el país.

Si el gobierno de Lula obtiene un segundo mandato, como deseo, tendrá como desafíos, para mejorar dicho perfil: reformar la política de intereses, que hoy asfixia los gastos públicos e impide el desarrollo sustentable; masificar la educación de calidad (la aprobación del Fundeb es un paso importante en ese sentido); e incluir en la reforma tributaria la tributación progresiva, de modo que se obligue a los más ricos a pagar más impuestos.

La carga tributaria hoy es regresiva. Quien gana hasta dos salarios mínimos al mes se queda con el 48.8% del total, mientras que los privilegiados que reciben más de treinta salarios mínimos pagan apenas el 26.3%. He aquí una de las causas principales de la violencia urbana. No es la pobreza la que siembra disturbios, es la desigualdad, esa odiosa convivencia entre la miseria y la ostentación reforzada por la cultura del consumismo. Basta decir que el 70% de los recursos canalizados para atenuar la deuda pública (el famoso superavit primario) es ahorrado por solamente 20 mil familias; o sea, la Bolsa Marajás obtiene tres veces más recursos que la Bolsa Familiar. Mientras la Salud dispone de un presupuesto anual de US$ 16,560 millones y la Educación de US$ 7,360 millones, los acreedores de la deuda pública embolsan cerca de US$ 69,000 millones por año.

Todavía no hay motivos para celebraciones. Son raros los brasileños dotados de libertad sustantiva, o sea, que se encuentren en condiciones de vislumbrar alternativas para su proyecto de vida, poder escoger una de ellas y realizarla, incluso cambiándola parcial o totalmente. La mayoría está privada del derecho a la vocación y se somete a la oportunidad de empleo, condenada a un trabajo que raramente se traduce en satisfacción subjetiva, espiritual.

Uno de los efectos de la desigualdad social es el desprecio por los valores éticos. En su ansia por librarse de la pobreza e ingresar al mundo del consumo sofisticado (que los anuncios de televisión propagandizan como único reducto de dignidad y felicidad), se amplían la evasión fiscal, la corrupción, el nepotismo y el corporativismo.

Las reformas política y tributaria son imprescindibles para reducir todavía más la desigualdad social, pero no son suficientes. El paso significativo se dará el día en que el Brasil conmemore el éxito de su reforma agraria, pues sólo el campo es capaz de absorber la mano de obra condenada ahora al desempleo y de detener el éxodo rural que provoca la masificación de nuestras ciudades, visiblemente marcadas por el subempleo y la creciente favelización.